martes, 14 de junio de 2022

MUNDIAL DE ESCRITURA III DIA XII

DIA 12 -TIEMPO

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Vida

Desperté agitada, como todos los días, flotando en el mismo líquido de siempre. Creo que ya me estaba dando un poco de comezón y me sentía incómoda, las paredes se estaban achicando. Aunque había muchas posibilidades de que yo me estuviese agrandando, me habían salido unas cosas alargadas y raras en mis extremidades, también empecé a ver en colores. Unas horas después comencé a sentirme sofocada, algo enojada, y necesitaba encontrar una posición más agradable. Logré darme vuelta y ubicar mi cabeza en un hueco mullido y cálido. Cerré los ojos y empecé a soñar. Una luz blanca y muy fuerte se me incrustaba en el medio del cráneo, no podía ver nada, quedé ciega por unos minutos. Moví mi garganta y salieron unos sonidos que jamás había escuchado. Escuché voces conocidas y otras no tanto. Me asusté y no dejaba de largar alaridos para que me dejaran en paz. Finalmente desperté de ese sueño horrible y abrí los ojos.

Sentí mucho calor, estaba envuelta en unas mantas de una tela extremadamente suave. Cuando pude fijar la vista en un punto, apareció la imagen más hermosa del mundo. Acerqué mis manos hacia la silueta que tenía delante de mí y sentí tranquilidad, como acariciar una nube, aunque nunca haya tocado una. Se me mojaron los dedos y me besaste la frente. Me volví a dormir.

- ¿Pero va a poder hacer vida normal? – le preguntó algo angustiada mi madre al médico. – Por supuesto, sólo que va a crecer más rápido que las demás niñas. – le respondió automáticamente el pediatra. Aún no entendía mucho de lo que hablaban, no habían pasado ni dos meses de ese fatídico día en que vi brillar los ojos de mamá por primera vez.

A la semana ya podía pararme sola y trasladarme desde el sillón del living hasta la mesa ratona. No sabía si eso era algo normal, pero mi madre solía abrazarme por cada paso que daba. Quince días después podía caminar todo el día por la casa. En una de mis aventuras por el sótano, de incógnito, tropecé con una caja llena de platos de porcelana. Me di un golpazo en la rodilla y como la puerta estaba cerrada no me quedó otra que gritar. – ¡Mamá! ¡Me caí! ¡Ayudame por favor! – vociferé casi sin saber que podía hacerlo. A los minutos se abrió la puerta del sótano y entró papá con una mueca de sorpresa viéndome tirada sobre los platos rotos. – Hija, ¿estás bien? – Me preguntó – sí, pero me sangra la rodilla – le contesté y le mostré mi herida. Me alzó y me llevó a la cocina para curarme.

El verano pasó bastante rápido, cinco meses de aquél accidente donde me abrí la rodilla, y ya había llegado el primer día de escuela. Mamá me peinó con dos colitas bien tirantes, una vincha roja y el guardapolvo impoluto. Desayunamos los tres juntos y me llevaron a la puerta de la escuela. Entré entusiasmada al aula y descubrí lo mucho que me aburría escuchar a mi maestra. Todo lo que ella decía yo ya lo sabía. En casa tenía una biblioteca enorme y leía un libro cada día que explicaba lo que me enseñaban luego en clase.

Ya en primavera, luego de mi primer período, mamá me planteó la idea de anotarme en la universidad. Había nacido con alma creativa y bastante inquieta, por lo que decidí estudiar letras. Me inscribí tan entusiasmada, que a la tercera semana de curso había terminado mi primera novela. Eran más de cincuenta páginas de mi cuaderno favorito.

Los árboles ya habían cambiado de color y las calles estaban adornadas con miles de hojas secas que crujían al caminar. El sonido del otoño era casi hipnótico, podía quedarme todo el día viendo llover las hojas y ver los colores que se generaban en el cielo al atardecer. Era tiempo invertido, en cosas hermosas.

La memoria me estaba fallando bastante pero recordaba el aroma que traía el verano. Ese que entraba por la ventana todos los días y me envolvía como en una nube, esa que acaricié cuando nací. El alba traía ese olor a pasto recién cortado, los jazmines que mamá cortaba para mí todos los días largaban un perfume intenso, podía estar el día entero disfrutando su olor.

Los días pasaban cada vez más lento y los días calurosos eran insoportables. Los huesos me dolían, en especial cuando había mucha humedad. Durante esas tormentas veraniegas casi no podía dormir del dolor. La artrosis había avanzado mucho después de escribir mi tercera novela. El otoño pareció llevarse los mejores momentos de mi vida.

Pasé los últimos días del verano postrada en la cama, sólo podía comunicarme con mis padres a través de algunas miradas. Mamá solía leerme mis propios libros para mantenerme conectada con un poco de mi esencia, pero poco a poco, también mis oídos se fueron apagando.

Unos días antes de Navidad abrí los ojos y volví a ver esa silueta parecida a una nube, acerqué mis manos a ella y volví a sentir la misma tranquilidad. Cerré los ojos y me dormí, pero esta vez no los volvería a abrir.

Silvana Girardi

 

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