jueves, 12 de mayo de 2022

MUNDIAL DE ESCRITURA II - DIA XIV

 DIA 14 - FOTOGRAFIA

Un inmenso pedacito de cielo

Hoy me desperté más temprano que de costumbre, estaba algo inquieta en la cama y decidí levantarme a desayunar media hora antes de las ocho. Con el café en la mano prendí la notebook y me senté al lado de la estufa. Mientras iniciaban los programas me quedé casi hipnotizada viendo mi fondo de pantalla. Por alguna razón la computadora prendió mucho más lento que otras veces, como queriendo decirme algo con la imagen en primer plano.

Busqué la foto original en mi celular pero no la pude encontrar, supuse que ya la había bajado al disco externo. Para mi disgusto recordé que se había roto el día anterior. Me puse a trabajar y olvidé por un rato qué era lo que estaba buscando. Al rato llevé la taza a la cocina y al cerrar la puerta, la fuerza del viento hizo que se caiga de la heladera un imán. Además de guardar comida, es el electrodoméstico que más historias carga encima, en forma de imanes, tiene un pequeño extracto de todos los lugares del mundo que conocí.

Levanté el cuadrito del piso y, para mi sorpresa, al darlo vuelta, vi que era la misma imagen que reproducía la pantalla de mi computadora. No creo en las casualidades, por lo que cerré todos los programas que estaba utilizando y me quedé observando detenidamente cada detalle de la foto. Me transporté mágicamente, respiré con fuerza y creo que llegué a sentir unas gotas de aire puro. Sonreí al recordar lo que nos costó llegar a ese lugar exacto donde tomamos la fotografía. Me trajo algo de nostalgia lo rápido que voló el tiempo en esas semanas.

Pasó casi un año y siempre que traigo estos recuerdos al presente me siento feliz. Con un grupo de nueve amigos decidimos participar como voluntarios de los Juegos Panamericanos que se hicieron en Lima, Perú. Pasamos por una serie de pruebas y nos embarcamos sin saber qué nos depararía el destino. Todos amantes del hockey sobre césped, nos hospedamos en dos departamentos en Miraflores, una hermosa ciudad a pocos kilómetros de la capital. Nuestro puesto de trabajo estaba algo lejos pero tomamos como una aventura movernos dentro de la ciudad todos juntos.

Además de seguir al pie de la letra el programa de voluntariado, con dos compañeras más, decidimos tomarnos tres días para conocer Macchu Picchu. Estando tan cerca, nos dio lástima no visitar ese lugar tan hermoso y emblemático del Perú. Fuimos en avión hasta Cuzco, de allí en tren a Aguas Calientes y finalmente llegamos a la meta.

El día estaba precioso, no había una nube en el cielo, y nos tomamos el bus hacia la entrada del parque. Hasta ese momento nos había pasado de todo, entre cambios de hotel, llegadas tarde y el desconocimiento total de cierta información importante, entramos a Macchu Picchu.

Quizás fue la ansiedad o la negación de contratar un guía por demasiado dinero, pero decidimos empezar por donde había menos gente (luego nos enteraríamos por qué). Era impresionante observar cada rincón de ese lugar, no había imagen que no fuera espectacular. Personalmente sentí que en ese lugar no pasaba el tiempo, el viento susurraba palabras hermosas y el cielo era otro. Nos tomamos nuestro tiempo para recorrer todo y cuando decidimos empezar a subir, nos encontramos todos los caminos cerrados. Si bien eran hilos colocados a mano por los guardaparques, nos comunicaron que no podíamos subir una vez que bajábamos (el circuito era obligatorio, superior primero, inferior después). Con algo de furia encubierta intentamos convencer al guardia que estaba en la puerta para que nos deje pasar. Casi llorando le contamos que habíamos gastado todos nuestros ahorros para llegar allí y que estábamos prestando nuestros servicios en los Panamericanos. Esto último hizo que se ablandara su corazoncito y nos dejara pasar.

Con el corazón latiendo a mil, por la altura y la locura momentánea que habíamos vivido, nos dirigimos a la parte superior del parque. No recuerdo el nombre de ese buen hombre que nos dejó subir, pero si no fuera por él, esa foto no hubiese existido. Llegar hasta ahí, respirar hondo y apretar el botón.

Recorrimos todo en tiempo récord pero llegó a su fin, esta vez, de verdad. Nos tomamos el bus para volver al pueblito y al otro día nuevamente a Miraflores. Lo bien que dormí esa noche no se correspondía con la comodidad del hotel, ya que era medio pelo, pero mi alma descansó profundamente.

Volvimos a Lima con las pilas recargadas para cerrar nuestra participación en los Juegos. Vimos las finales, salimos a festejar por última vez todos juntos y a los poquitos días aterrizamos en Buenos Aires.   

Silvana Girardi

 


MUNDIAL DE ESCRITURA II - DIA XIII

 DIA 13 - FESTEJO

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Vaso medio lleno

Tenía un par de horas para limpiar el desastre que había quedado de ayer. Mis padres estaban de viaje y llegaban en un rato. No podía evitar sentir algo de culpa por el desorden que invadió la casa la noche anterior. Aunque, al fin y al cabo, meritaba tal festejo, uno no se recibe de ingeniero más de una vez en la vida.

El ajetreo comenzó poco más pasadas las ocho de la noche de ayer. Era viernes, yo terminaba de rendir el último final que me quedaba y por fin, sólo quedaba esperar a que la burocracia estatal haga su trabajo para poder enmarcar mi tan ansiado título universitario. Fueron largos años de luchar contra viento y marea para conseguir lo que siempre soñé. Noches sin dormir, llantos desconsolados, gastos incalculables en materiales y tantas angustias se desvanecían en la felicidad que emanaba mi ser. No tenía pensado festejar, ya que mi familia volvía de Europa el sábado por la tarde y los llevaría a cenar. Mis amigos insistieron tanto que finalmente cedí.

Fuimos de compras todos juntos, éramos cinco los que nos habíamos recibido. Mi casa era la más grande y decidimos hacerlo ahí. Compramos comida, bebida con y sin alcohol, aperitivos y unos globos con serpentina para decorar un poco. –No nos zarpemos porque ustedes no me van a ayudar a limpiar todas estas cosas. –Les dije provocando risas en mis interlocutores. –Quedate tranquilo, no vamos a ser más de quince personas.

A través de una cadena de mensajes por whatsapp, la invitación a la improvisada fiesta de “egresados”, llegó a más de veinte personas. Citados después de las once de la noche, fueron llegando los autos y de ellos bajaron los comensales. La última vez que conté éramos veinticinco, aunque perdí noción del tiempo y espacio después de las dos de la madrugada.

Abrí los ojos sobresaltado a las tres de la tarde del sábado. Miré el reloj, me levanté de un salto, mis padres estaban por llegar y tenía que ordenar toda la casa. La cabeza me latía y tenía la sensación de que me habían bailado un malambo encima. Los recuerdos iban y venían pero ninguno era nítido, dudaba si la fiesta había sido real. Cuando bajé al living confirmé, no sólo que había sido de verdad, sino que había quedado irreconocible la casa. No me acordaba de nada.

Para acomodar un poco las ideas me metí a la ducha, estuve un rato hasta que recordé que el tiempo apremiaba. Fui al sótano en busca de bolsas de residuos. Por suerte estaba todo ordenado, o sea que esa parte de la casa no fue utilizada la noche anterior. Respiré hondo y me puse los guantes de látex para evitar tocar cualquier cosa que me fuera a encontrar.

Empecé por la cocina, había platos amontonados en el fregadero con restos de pizza. Sentir el olor a cebolla que desprendían las cajas apiladas en la mesada me hizo acordar qué había comido. Lavé todo lo más rápido posible y destrocé las cajas para que entraran más fácil en la bolsa. Cuando acomodaba los platos noté que faltaban todos los vasos, hasta las copas finas de mamá. El corazón me latió fuerte y temí lo peor. Dejé la cocina lo más parecido posible previo al terremoto.

El living era Kosovo en plena guerra. Recogí las bolsas de chips, sobras de pizza y papel de diario que estaban regados por toda la alfombra. Pasé la aspiradora y quedó bastante bien, salvo un par de manchas que tendría que explicar luego, no tenía tiempo de limpiarlas. Para mi tranquilidad había encontrado los vasos y las copas, estaban casi todas en la mesa ratona frente al televisor. Los coloqué en una bandeja para hacer más rápido y los lavé uno por uno. Se sentía aun el olor a alcohol que emanaban los recipientes. Uno en particular tenía un aroma fuertísimo a menta, me llegó hasta el cerebro. Esa frescura que sentí me hizo recordar de quién era ese vaso. Como una foto instantánea se me grabó tu imagen con el licor de menta en la mano. Lo compartimos porque ambos amamos ese sabor. Sonreí al lavar el rouge rojo del cristal.

Estaba totalmente enamorado de ella, desde que cursamos matemáticas en tercero. Nunca me animé a decirle lo que sentía, y las mariposas que volaban en mi estómago al recordarla se esfumaron cuando pensé que quizás había hablado de más la noche anterior, desinhibido por el alcohol. Maldita resaca.

El comedor empezaba a tomar forma nuevamente. Los sillones y la alfombra estaban en su lugar. Los muebles no sufrieron daños y miré varias veces por todos los rincones de la casa para ver si estaba todo en orden. Al pasar por delante del sillón sentí pisar algo que asomaba por debajo. Me agaché pensando que serían más residuos, pero no, era un sweater rojo con recuadros rosas. Estaba impregnado de un perfume bastante fuerte. El olor me caló los huesos, cerré los ojos y allí estabas, sentada al lado mío con esa sonrisa perfecta. El recuerdo era claro, hablábamos y nos reíamos.

No tuve mucho tiempo de disfrutar esa ráfaga de la noche, mis padres habían estacionado el auto en el garaje. Me peiné como pude y enchufé el aromatizador de ambientes. Me sentía bastante orgulloso de lo que había logrado en pocas horas. Se abrió la puerta y mamá me abrazó fuerte, papá también, estaban contentos de que me había recibido y que la casa no había sido víctima de ninguna fiesta clandestina (por suerte no notaron las manchas en la alfombra). Suspiré aliviado y subí a mi cuarto. Al rato me sonó el celular. Era un mensaje tuyo preguntando por el abrigo rojo. Te invité a almorzar el domingo como excusa para devolverte el sweater, aceptaste con gusto, mi corazón empezaba a latir fuerte de nuevo.

Silvana Girardi

 

MUNDIAL DE ESCRITURA II - DIA XII

 DIA 12 - VERSE AL ESPEJO

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Mal juicio

Llegué algo tarde a la oficina ese día, pero nadie se dio cuenta. Me preparé un café cargado y prendí la computadora. Había sido una semana complicada y estresante, a niveles catastróficos. No lograba dormir más de dos horas de corrido y ya casi no tenía tiempo de maquillarme por la mañana. Mi cara reflejaba exactamente esa situación en cada expresión que intentaba demostrar.

A cara lavada y con las ojeras más profundas que podía tener alguien que no descansaba bien hacía años, me presenté ante mi cliente. Le pedí disculpas sobremanera por mi aspecto, pero no fue un inconveniente para ella. Fernanda me había contratado hace un año, cuando comenzó a tener problemas con su marido. El caso parecía un simple divorcio convencional, pero al cabo de unos meses de recopilar información, el mismo se transformó en una encrucijada. La vida de mi cliente no había sido fácil, casada con un empresario muy importante, fue víctima de chantaje y su firma figuraba en algunos contratos de dudosa procedencia.

Durante un año luchamos contra viento y marea para conseguir un trato justo, que sea beneficioso para ambos involucrados, pero la contraparte insistía en no ceder nada. Mi vida giraba en torno a este tema todo el tiempo. Leí libros, me asesoré con expertos y colegas conocedores de la materia, pero estaba estancada.

Tuvimos incontadas entrevistas con testigos, que luego no aparecían en la audiencia, desaparecían de la faz de la Tierra. Llantos y rabietas en el baño de mi despacho me servían para liberar algo de esa bronca acumulada. Fernanda comenzaba a admitir la idea de que su marido se saldría con la suya, pero le dije que íbamos a luchar hasta el final.

No recuerdo el momento en que decidí que iba a ser abogada. Sí se me vienen a la mente innumerables situaciones en casa de mis padres, donde solía salirme con la mía siempre. Tornaba a mi favor cualquier cosa. Desde algo que se rompía por acción del viento hasta escapar de todo tipo de castigo. Creía fervientemente que eran momentos injustos y debía cambiar eso. Desde chica tenía una imagen de la justicia bastante particular. Con los años y después de obtener el título esa carta la sabía jugar muy bien.

Hasta que llegó este caso. Días y noches enteras le había dedicado a la perfecta defensa, pero del otro lado manejaban tácticas muy persuasivas y manipuladoras. Contrarrestamos la mayoría de sus alegatos y contra-pruebas, pero nunca era suficiente. El juez parecía embelesado por las palabras de mi colega.

No podía permitir que ese sinvergüenza se saliera con la suya, después de veinte años de mentiras y chantaje hacia Fernanda, no podía pensar en su imagen con las manos vacías. Ella estaba devastada, los días pasaban cada vez más lento, escondía su verdadero pesar detrás de una gran capa de base, rubor y labial. Una sonrisa que no se apagaba casi con nada.

La última audiencia fue la más difícil de atravesar, pero llegamos al final haciendo todo lo que consideramos posible. El fallo fue a favor de la contraparte. Esa mueca que parecía inamovible, en la cara de mi cliente, finalmente se convirtió en un mar de lágrimas. Su mundo se vino abajo, junto a él, mi ego. Jamás había perdido un juicio de esa manera y tan injustamente.

Silvana Girardi

 

MUNDIAL DE ESCRITURA II - DIA XI

 DIA 11 - RITUAL

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Deseos de noche buena

Faltaban minutos para que dieran las doce de aquél veinticuatro de diciembre en el que todo voló por los aires. Yo estaba sentada en un bar de Nápoles esperando el ansiado momento, sosteniendo mi copa casi vacía. En la casa de mamá eran tres, mis padres y mi hermano, sentados en sus respectivos asientos alrededor de la mesa redonda de la cocina. Tres vasos con sidra esperaban sin pena ni gloria a chocarse entre sí en un movimiento errático y robótico.

La semana anterior a Navidad trabajé hasta tarde todos los días. Aún vivía con mi familia por lo que esos días cené sola en un rincón oscuro de la cocina. No me molestaba, ya que no quería escuchar nada y sentía una paz casi irreal. De vez en cuando pasaba mi madre para ver si había terminado, sólo con el propósito de saber cuándo podría lavar los platos y guardarlos en sus respectivos huecos de la alacena. Desde que tengo memoria nunca dejó a nadie acercarse mucho a la cocina y no nos dejaba ayudarla en nada. Era inmediato el movimiento casi imperceptible cuando uno apoyaba el plato o el vaso en el fregadero, a los minutos ya estaba limpio y guardado.

Unos días previos a noche buena mi madre ya había empezado a arreglar con la familia para ver quiénes vendrían a cenar. Llamó a tantas personas que pensé que sería algo multitudinario como siempre. Pero por el contrario no quedó pariente sin negarse. Me daba algo de pena porque era una fecha especial para ella, pero a la vez, sentía un alivio inmenso de no tener que ver a cierta parte de la familia que no valía ni un centavo. Sería la primera navidad que pasaríamos solos. Más de veinte años de una costumbre interrumpida por las extravagantes excusas de mis tíos y primos. Realmente yo no iba a extrañar ni un segundo de esas fiestas actuadas, cada uno con su máscara más ostentosa y opulenta. Hacía años que se había tornado insoportable escuchar las críticas encubiertas hacia nosotros y las discusiones políticas asquerosamente dirigidas por el hermano de papá.

–Vamos a ser nosotros cuatro. –Dijo mi madre, algo cabizbaja. –Mejor, una mesa libre de pedantería. –Fue lo primero que me salió de mis entrañas. Algunas lágrimas asomaban por su mejilla. Me sentí mal, no debería haber hablado así, al fin y al cabo, para ella la familia era lo más sagrado que tenía. Mi orgullo no me permitió disculparme, por lo que no me habló por dos días enteros. Al tercero, yo rompí el hielo. Le dije que yo cocinaría el postre, me devolvió una pequeña mueca de satisfacción, pero aún seguía molesta.

El veintidós de diciembre recibí la noticia que terminó por sacarme del eje por completo. –Vamos a ir a lo de la tía Laura el veinticuatro al final, asique no es necesario que hagas postre, viste que a ella no le gusta lo dulce. –Balbuceó mi madre en la cena. Sentí que mi interior se prendía fuego y no había extractores. Laura, su hermana, fue la primera en negarse a venir a casa, alegando haber sido invitada por la suegra a pasar las fiestas al campo de su marido. De un día para otro discutió a muerte con su cuñada y se iba a quedar sola. Como era su estilo, interesado, convenció a mi mamá para que vayamos nosotros (ella vivía a quinientos kilómetros de nuestra casa). No era la primera vez que manipulaba a su hermana para que haga lo que ella quería. Luego tendía a retractarse y la dejaba sola. –Sabes que te va a cancelar el mismo día, ¿no? –Le lancé enojada. –Si no querés venir, hacé lo que quieras.

Mi sueño de chica siempre había sido ir a pasar las fiestas en Italia, especialmente en Nápoles. Fue lo primero que se me vino a la mente. “Hacé lo que quieras”, sonaba cada vez más fuerte esa frase en mi interior. ¿Y por qué no?

Casi como un deja vú de mis palabras, mientras yo chocaba mi copa con desconocidos en Europa, mi madre se quedó en su casa, con mi padre y mi hermano, sin arrepentirse de nada. Una vez más su hermana le había fallado, pero nunca lo reconoció y es hasta el día de hoy que no cruzo palabra con ella.

Silvana Girardi