DIA 13 - FESTEJO
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Vaso medio lleno
Tenía un par de horas para limpiar el desastre que había quedado de ayer. Mis padres estaban de viaje y llegaban en un rato. No podía evitar sentir algo de culpa por el desorden que invadió la casa la noche anterior. Aunque, al fin y al cabo, meritaba tal festejo, uno no se recibe de ingeniero más de una vez en la vida.
El ajetreo comenzó poco más pasadas las ocho de la noche de ayer. Era viernes, yo terminaba de rendir el último final que me quedaba y por fin, sólo quedaba esperar a que la burocracia estatal haga su trabajo para poder enmarcar mi tan ansiado título universitario. Fueron largos años de luchar contra viento y marea para conseguir lo que siempre soñé. Noches sin dormir, llantos desconsolados, gastos incalculables en materiales y tantas angustias se desvanecían en la felicidad que emanaba mi ser. No tenía pensado festejar, ya que mi familia volvía de Europa el sábado por la tarde y los llevaría a cenar. Mis amigos insistieron tanto que finalmente cedí.
Fuimos de compras todos juntos, éramos cinco los que nos habíamos recibido. Mi casa era la más grande y decidimos hacerlo ahí. Compramos comida, bebida con y sin alcohol, aperitivos y unos globos con serpentina para decorar un poco. –No nos zarpemos porque ustedes no me van a ayudar a limpiar todas estas cosas. –Les dije provocando risas en mis interlocutores. –Quedate tranquilo, no vamos a ser más de quince personas.
A través de una cadena de mensajes por whatsapp, la invitación a la improvisada fiesta de “egresados”, llegó a más de veinte personas. Citados después de las once de la noche, fueron llegando los autos y de ellos bajaron los comensales. La última vez que conté éramos veinticinco, aunque perdí noción del tiempo y espacio después de las dos de la madrugada.
Abrí los ojos sobresaltado a las tres de la tarde del sábado. Miré el reloj, me levanté de un salto, mis padres estaban por llegar y tenía que ordenar toda la casa. La cabeza me latía y tenía la sensación de que me habían bailado un malambo encima. Los recuerdos iban y venían pero ninguno era nítido, dudaba si la fiesta había sido real. Cuando bajé al living confirmé, no sólo que había sido de verdad, sino que había quedado irreconocible la casa. No me acordaba de nada.
Para acomodar un poco las ideas me metí a la ducha, estuve un rato hasta que recordé que el tiempo apremiaba. Fui al sótano en busca de bolsas de residuos. Por suerte estaba todo ordenado, o sea que esa parte de la casa no fue utilizada la noche anterior. Respiré hondo y me puse los guantes de látex para evitar tocar cualquier cosa que me fuera a encontrar.
Empecé por la cocina, había platos amontonados en el fregadero con restos de pizza. Sentir el olor a cebolla que desprendían las cajas apiladas en la mesada me hizo acordar qué había comido. Lavé todo lo más rápido posible y destrocé las cajas para que entraran más fácil en la bolsa. Cuando acomodaba los platos noté que faltaban todos los vasos, hasta las copas finas de mamá. El corazón me latió fuerte y temí lo peor. Dejé la cocina lo más parecido posible previo al terremoto.
El living era Kosovo en plena guerra. Recogí las bolsas de chips, sobras de pizza y papel de diario que estaban regados por toda la alfombra. Pasé la aspiradora y quedó bastante bien, salvo un par de manchas que tendría que explicar luego, no tenía tiempo de limpiarlas. Para mi tranquilidad había encontrado los vasos y las copas, estaban casi todas en la mesa ratona frente al televisor. Los coloqué en una bandeja para hacer más rápido y los lavé uno por uno. Se sentía aun el olor a alcohol que emanaban los recipientes. Uno en particular tenía un aroma fuertísimo a menta, me llegó hasta el cerebro. Esa frescura que sentí me hizo recordar de quién era ese vaso. Como una foto instantánea se me grabó tu imagen con el licor de menta en la mano. Lo compartimos porque ambos amamos ese sabor. Sonreí al lavar el rouge rojo del cristal.
Estaba totalmente enamorado de ella, desde que cursamos matemáticas en tercero. Nunca me animé a decirle lo que sentía, y las mariposas que volaban en mi estómago al recordarla se esfumaron cuando pensé que quizás había hablado de más la noche anterior, desinhibido por el alcohol. Maldita resaca.
El comedor empezaba a tomar forma nuevamente. Los sillones y la alfombra estaban en su lugar. Los muebles no sufrieron daños y miré varias veces por todos los rincones de la casa para ver si estaba todo en orden. Al pasar por delante del sillón sentí pisar algo que asomaba por debajo. Me agaché pensando que serían más residuos, pero no, era un sweater rojo con recuadros rosas. Estaba impregnado de un perfume bastante fuerte. El olor me caló los huesos, cerré los ojos y allí estabas, sentada al lado mío con esa sonrisa perfecta. El recuerdo era claro, hablábamos y nos reíamos.
No tuve mucho tiempo de disfrutar esa ráfaga de la noche, mis padres habían estacionado el auto en el garaje. Me peiné como pude y enchufé el aromatizador de ambientes. Me sentía bastante orgulloso de lo que había logrado en pocas horas. Se abrió la puerta y mamá me abrazó fuerte, papá también, estaban contentos de que me había recibido y que la casa no había sido víctima de ninguna fiesta clandestina (por suerte no notaron las manchas en la alfombra). Suspiré aliviado y subí a mi cuarto. Al rato me sonó el celular. Era un mensaje tuyo preguntando por el abrigo rojo. Te invité a almorzar el domingo como excusa para devolverte el sweater, aceptaste con gusto, mi corazón empezaba a latir fuerte de nuevo.
Silvana Girardi
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