DIA 3 - OBJETO PERSONAL
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Tiempo
En una sola tarde podía revisar su reloj de bolsillo veinte veces. Algo de ese pequeño objeto brillante generaba una desesperante actitud extraña en él. Nunca me había animado a preguntarle por qué cuidaba y miraba tan celosamente ese adminículo, que para mí sólo daba la hora (o eso creía). Era dorado, antiguo pero intacto, tenía la foto de una mujer dentro de la tapa superior y las manecillas muy pequeñas. La única vez que lo tuve en mis manos recuerdo haber sentido al tacto una superficie similar a una estrella de David de los dos lados del reloj, una verdadera obra de arte en miniatura.
Un viernes de abril, al atardecer, después de haber trabajado con mi novela durante horas, vi algo generar un haz de luz sobre la mesa del comedor. Me acerqué algo temerosa, ya que nuestra casa era bastante oscura y sombría, como todo caserón antiguo, no solían brillar las cosas, sino todo lo contrario, desaparecían. Posado sobre un libro de tapa negra descansaba el reloj. Miré para todos lados buscando a su dueño, ya que no había día en que el pequeño artefacto no se encuentre dentro de su bolsillo derecho del chaleco de pana azul. Sentí algo de miedo e incertidumbre, lo tomé entre mis manos y lo abrí. Quedé sin aliento al observar la imagen de la mujer en su interior y que las agujas estaban clavadas a las cuatro en punto. Lo cerré y dejé sobre la mesa. Observé el libro en el que estaba apoyado. La tapa no tenía imágenes, parecía un cuaderno. Poseía una fina cinta roja que se metía por dentro de las hojas, como marcando una. Hojeé las páginas, una por una, las noté algo rugosas, amarillentas y con olor a humedad. Las letras itálicas negras en perfecto lineamiento sin renglones describen a una persona prolija, detallista y muy dedicada (como recuerdo a mi padre). No tenía nombres y lo narrado allí denotaba que era un diario de viaje. Dejé todo como estaba y me volví hacia el escritorio. Mientras abría la puerta escuché que alguien ingresaba por el frente de la casa.
Escribí algunos párrafos más y ya entrada la noche, recordé haberme olvidado la taza de café sobre la mesada de la cocina. Cuando pasé por el comedor observé que las persianas estaban cerradas y la luz del cuarto de mis padres estaba prendida. Me pareció raro, ya que fallecieron hace trece años y nadie ocupaba ese lugar. La habitación estaba en perfecto orden, tal cual cuando ellos vivían allí. Una cama de madera antigua, con sábanas y acolchados floreados en una gama de rojos y morados, servían de eje para los casi veinte metros cuadrados. En las paredes, empapeladas y algo descascaradas, había muchos cuadros pintados por mi madre. Naturaleza muerta, caras y algunos desnudos. Un hermoso velador que trajo mi abuelo de Milán había quedado solo en la mesa de luz. Mi abuelo quitó las fotos y portarretratos para llevarlos a la sala de estar. Lo único que había quedado sobre la cómoda marrón era la foto del viaje fatídico que se los llevó. Un accidente de trenes en Malasia se había quedado con su futuro.
Estuve un rato parada en el marco de la puerta sintiendo cómo el aire se espesaba al entrar a esa habitación. Mi abuelo estaba parado frente a la cómoda, mirando su reloj de bolsillo. Me puse a su lado y observé detenidamente la foto sobre el mueble. En ella, mi padre, vestido de traje con un chaleco de pana azul sostenía la mano de mi madre a su derecha y un pequeño objeto en su mano izquierda. Tomé la foto y la acerqué para observarla con detenimiento. Si bien sus colores ya no eran nítidos y tenía algo de polvo, descubrí lo que la imagen quería decirme. Devolví el portarretrato a su lugar y posé mis ojos en él. Con los ojos vidriosos mi abuelo no podía quitar la vista del rostro ya algo gastado de mi madre dentro del reloj, una de las pocas cosas que no permitían borrar el recuerdo de su mente algo senil.
Silvana Girardi
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