DIA 4 - HORROR
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Grito
El eco de aquel alarido se escuchó en todo el pueblo, aún lo recuerdo, las noches muy oscuras suelo oírlo en mis sueños. Un grito de mujer sostenido durante unos minutos recorrió las calles y llegó rebotando por las paredes de la casa. Algunos vecinos salieron rápidamente y encontraron lo impensado. Como una escena sacada del más lúgubre cuento de terror, allí estaba, frente a los ojos atónitos de todos, Rubí, uno de nuestros cerditos rescatados, atado a una cruz de madera, con las tripas desparramadas en el suelo, sin ojos ni patas. De una forma algo apresurada y desprolija, alguien (o algo) había crucificado al indefenso animal. El portón del establo estaba abierto y el resto de los animales rodeaban el lugar, como oficiando una especie de funeral (satánico por cierto). El refugio era manejado por algunos terratenientes del lugar, que quedaron devastados por lo sucedido. – ¿Quién podría hacer algo así?, es una locura. –repetían sin parar los que veían a la pobre Rubí.
Lamentablemente ya nos habíamos acostumbrado a este tipo de cosas, de hecho, unos días antes había aparecido de la nada, una pila de gallinas degolladas frente a la Iglesia, pero esta “crucifixión” era más escalofriante. El Padre Gregorio solía decirnos a los niños del pueblo que tengamos cuidado con este tipo de “trabajos”, y nos aconsejaba no tocarlos. Tarea difícil para las almas revoltosas del lugar, qué mejor que algo peligroso para revelarse ante las adultos. La policía dudaba en qué hacer con Rubí (o lo que había quedado de ella) y todo lo demás. Unos minutos después de que todos despejaran el terreno, Milo y yo nos quedamos escondidos tras una piedra. Nos sentíamos intrigados por lo acontecido y queríamos inspeccionar más. Con un palo picamos un poco al animal y notamos que no tenía una gota de sangre. Algo espantados corrimos a casa a contarle a papá lo que habíamos descubierto.
Debo decir que en casa no éramos muy creyentes, por el contrario, estábamos más atados a la ciencia y a sus increíbles descubrimientos. Mi padre trabajaba en la farmacia y desde muy joven logró inculcarme sus conocimientos sobre el tema. En el pueblo sólo existía una y quien la atendía era uno de los pocos científicos que había para despejar cualquier duda. Abrimos la puerta a los gritos llamando a papá y a mamá. Un poco preocupados por nuestra ausencia prolongada, nos regañaron por habernos escabullido en el campo sin permiso.
Durante la cena, con los ánimos algo más calmados, decidimos contar nuestra aventura. –No tenía ni una mancha de sangre y cuando lo tocamos vimos que no había líquido… bastante raro ¿no? –comencé mirando a mi padre buscando una respuesta rápida. –No necesariamente… –dijo él. La charla enseguida cambió de rumbo, aunque noté que mi madre le había echado a papá una mirada contundente. Claramente ella no quería hablar del tema, no le resultaba propicio que dos niños de 10 y 13 años se metieran en ese tipo de cosas.
Al día siguiente, me levanté más temprano de lo normal y salí de casa sin que nadie se diera cuenta (apenas había amanecido). Fui directamente al campo, para ver una vez más a Rubí. Para mi sorpresa, al llegar ya no había nada, habían limpiado el lugar y no pude reconocer nada de lo que habíamos visto el día anterior.
Las semanas pasaron rápido y el invierno llegó casi sin avisar. La nieve y los vientos del sur hicieron que fuese casi imposible caminar por la calle después de las cuatro de la tarde. El recuerdo de lo experimentado en aquel campo fue mi obsesión por meses. Aproveché la basta biblioteca que papá tenía en la farmacia y fui armando una especie de diario con todo lo que encontraba interesante y que podía llegar a resolver el enigma.
El primer día de luna llena escuché que el cartero llamaba a la puerta. Abrí algo ansioso y sintiendo un ahogo intenso al recibir el correo. Había llegado un sobre sellado sin remitente y con una letra conocida. Tomé el abrecartas de mamá y lo que pasó luego aún no puedo encontrarle explicación. El papel decía “CUIDA TUS PASOS Y TUS ACTOS”. El corazón paró de latir por unos segundos cuando vi que la fecha de la carta era de aquel 31 de octubre de 1975, el día que Rubí tuvo esa muerte tan horrible. Debajo de la frase se leía un nombre, el mío: Francisco Locket. Tomé como pude la pluma de Milo que había quedado sobre la mesa y transcribí palabra por palabra tal cual estaba en una hoja. La caligrafía era la misma.
Silvana Girardi
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