No son sólo noticias
El ser humano es cada día un poco más sabio, o eso es lo que culturalmente entendemos cuando experimentamos ciertas emociones y sentimientos que la vida nos prepara en el camino. Dentro de ese cóctel hermoso, y no tanto, se esconde lo más lindo, y a la vez, lo más doloroso que deberíamos sentir: el amor. ¿Quién no ha amado alguna vez en la vida?
No importa género, edad o características físicas, el amor surge porque una chispa prendió en nosotros cuando dos ojos se encontraron, dos manos se rozaron o quizás porque dos pensamientos se cruzaron en el aire. La mayoría de las veces (o diría todas) no lo buscamos, está ahí, uniforme y sin nombre. Pero así como lo encontramos tendemos a perderlo muy rápido, casi sin saber que lo hicimos hasta que estamos lejos en tiempo y espacio.
Revisando cajones del pasado encontré una foto que me hizo recordar rápidamente uno de esos pensamientos cruzados en el aire. De vez en cuando se posa frente a mis ojos por unos segundos cuando no tengo nada en qué pensar. Imágenes nítidas pasan como una película de cine mudo (las palabras se entrecruzan y llegan a perderse entre los recuerdos sin poder descifrarlas).
Épocas de felicidad allá por los comienzos del nuevo milenio me traen esta historia que, por más que la repaso, no cambiaría absolutamente nada de su esencia. Pasó todo como debió pasar y al hacerlo así dejó la huella para siempre, por lo menos para mí.
Transcurría el comienzo de ese año cuando vi sus ojos por primera vez. En instancias normales hubiese sido una charla entre un hombre y una mujer, pero en sus expresiones yo encontré algo más. No pude explicar qué fue lo que sentí en ese momento, sino hasta mucho tiempo después, cuando finalmente entendí. Su profesión nos permitía encuentros fugaces, dado a que sólo podíamos vernos por la mañana, que es cuando las noticias fluyen sobre los periódicos y desean ser leídas.
Desde la primera vez que cruzamos miradas hasta que me animé a hablarle pasaron unos cuantos meses, recuerdo la vergüenza que sentía cuando apenas me acercaba a unos metros de él. Pero junté fuerzas y me lancé a ese nuevo desafío. Primero fueron conversaciones triviales, casi sin sentido, pero después fueron un poco más allá. Logré conocer apenas un hilo de su vida y su pasado, unos granos del inmenso arenero. Aunque, debo admitir, que la mayoría del tiempo no podía dejar de ver el claro de sus ojos grises, aunque cambiaban de color según cómo le pegaba la luz del sol en las pupilas. Imaginé una vida entera con él, cómo sería como pareja, como padre, como compañero. Tenía todas las cualidades del hombre perfecto, del príncipe azul, que me salvaba de las garras del malévolo destino. En algunas visiones lograba hacerme sentir como si no necesitara nada más.
Pasadas las semanas, días y estaciones del año, llegó el ansiado verano. Ese verano en especial sería trascendental para nuestra relación (por lo menos en mi mente era lo que teníamos), ya que compartiríamos algunas salidas y paseos fuera de nuestros dominios personales. No fueron muchas pero sí fueron casi perfectas, y digo casi porque el círculo nunca terminó de cerrarse. Noté cuánto amaba a su familia, que había perdido a su padre de muy joven y que era él quien se ocupaba de que no les faltara nada. El perfil que siempre imaginé que tenía.
El tiempo pasó y nuestros caminos tomaron direcciones contrarias demasiado rápido. Él dejó su puesto de trabajo y yo cambié mi hogar por otro lejano. Si bien mi intención nunca fue dejarlo ir, fue el tiempo y el destino que decidió por mí. No llegué a despedirme y tampoco a revelarle mi gran secreto, ese amor que sigo guardando en un cajón y en el fondo de mi alma.
Cuando dejé de tener noticias suyas, una sensación de ahogo me atrapó por unos días. Dormía incómoda y tenía sueños extraños. No entendía qué era hasta que supe que ese ahogo era el amor intentando escapar de mi pecho. Iban cayendo las hojas del calendario y la opresión se iba lentamente. Dejó de doler cuando lo acepté, había amado y no había sido correspondido.
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