DIA 7 - LIBRE (NO HUBO CONSIGNA)
DIA 8 - RUIDOS
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El departamento de arriba
Hace años que mi familia vive en ese lugar. Un departamento de tres ambientes en pleno centro, a unos cuantos metros de Plaza de Mayo, sobre la avenida Independencia. Es un edificio muy antiguo, de esos que son casi una reliquia edilicia. La mayoría de los vecinos son personas mayores, no hay niños, ni mucho menos, animales. Se podría decir que son como gárgolas malhumoradas grises y opacas, como aquellas que se encuentran en los cementerios. Huelen igual, a claveles viejos y naftalina.
Esa noche parecía ser una como cualquier otra, sentados alrededor de la mesa de la sala, cenando en silencio, apenas con el murmullo del televisor prendido en la cocina. Mis padres no solían hablar demasiado, y yo no era de preguntarles nada tampoco. La relación con ellos nunca fue tan estrecha como para preocuparme por sus asuntos, y viceversa. Estaba de vacaciones de la universidad y por insistencia de mi hermana fui de visita una semana, casi de compromiso. Me quedaba a unas cuadras del trabajo asique me ahorraba unos pesos e iba en bicicleta.
Terminé de comer, llevé mi plato al fregadero, lo lavé, lo coloqué en la rejilla escurridora y me serví agua en un vaso para llevarlo lleno a mi habitación. Di las buenas noches de forma automática y cerré la puerta del cuarto. Había sido un día duro en el trabajo, por lo que me eché en la cama a escuchar un poco de música con los auriculares. En poco menos de veinte minutos me dormí.
No puedo describir exactamente qué fue lo que escuché ni qué hora era, pero algo (o alguien) había hecho un ruido tan grotesco que, estoy segura, despertó a una buena parte del edificio. Se me habían caído los auriculares, por lo que escuché nítidamente que, sea lo que fuese, provenía del piso de arriba. Al despertar tan abruptamente mi mal humor iba en ascenso y los ruidos no dejaban de retumbar sobre el techo. Hacía más de veinte años que no dormía en esa cama, en ese cuarto, el de mi infancia, por lo que no tenía ni idea quién podría ser el vecino escandaloso.
Ya despabilada me levanté de la cama, me puse la bata y prendí las luces de la sala. Al rato escuché que mi mamá salía del baño. ‒ ¿Qué haces despierta? ‒ me dijo en voz baja. ‒ Nada, el de arriba está bailando un malambo con una motosierra a esta hora y me desvelé. ‒ le contesté con rabia. ‒ Qué raro, hace meses que el departamento de arriba está vacío. ‒ dándome una información que iba a mantenerme en vela lo que quedaba de la noche.
Un par de horas después, ya totalmente despierta y con un dolor de cabeza monumental, decidí no ir a trabajar, llamé a la supervisora y le avisé que me ausentaba. La migraña no era algo nuevo para mí, solía tumbarme durante todo el día, por eso pensé que quizás durante la tarde podría dormir algo y recuperar energías. Ilusa.
La mañana pasó volando, me quedé pensando en lo que me había dicho mamá ayer. ‒ Si no hay nadie, deben ser fantasmas. ‒ dije en voz alta para que escucharan mis viejos en la cocina. ‒ Ay, Melina, no existen esas cosas. ‒ gritó papá casi enojado. ‒ Y entonces, ¿qué me despertó? ‒ pregunté retóricamente. ‒ Seguro estabas soñando hija. ‒ cerró mamá la conversación y se puso a cocinar.
A la tarde, después de almorzar, me había olvidado un poco del tema del vecino ruidoso y me propuse dormir un rato. Me puse los auriculares y me tiré en la cama, cerré los ojos y me dormí. Al rato, otra vez, el mismo ruido de la noche anterior sonaba más fuerte aún. Totalmente decidida a descubrir quién hacía el ruido, salí de casa, subí las escaleras y me dirigí al departamento de arriba nuestro. Para mi sorpresa la puerta estaba abierta, de par en par. Golpee tímidamente primero y más fuerte después de que no obtuve respuesta. ‒ ¡Hola! ¿Hay alguien? ‒ vociferé en el pasillo. Nada. Grité más fuerte. Nada. Tomé coraje y entré al hall del departamento.
Hice unos cuantos pasos hacia la sala de estar y un estruendo casi me saca el corazón de lugar. La puerta se había cerrado por completo dejando una estela de polvo oscura y negra. Me tapé la cara con la remera y esperé a que se disipe el polvo para ver el camino de vuelta hacia la entrada. Quedé muda al ver que, cuando el cuarto se despejó, lo único que había en la casa era un cuadro cubierto con una tela roja brillante. Sentí mucha curiosidad y me acerqué para ver qué había debajo. Cuando apenas acerqué mi mano al marco, el satén cayó revelando lo que había detrás. Grité fuerte y salí corriendo. Un metro antes de alcanzar la puerta de entrada, me desvanecí y caí sobre la tela. El cuadro siguió el mismo destino, cayó boca abajo sobre mis piernas.
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero recuerdo patente haber sentido, antes de caer, una mano en el hombro que me empujó. Me empezó a faltar el aire y ya no veía nada, la habitación parecía girar en su propio eje. Cerré bien fuerte los ojos y nuevamente la mano en mi hombro, esta vez, me habló…
‒ Melina, está la cena… ‒ escuché abriendo mínimamente los ojos. ‒ Estás empapada, ¿tenés fiebre? ‒ me preguntó apoyando su mano en mi frente. ‒ No, eh, creo que no. ‒ le llegué a contestar aún sin estar totalmente en esa dimensión. ‒ Tuve una pesadilla. ‒ le dije ya sentada en la cama. ‒ Ah, bueno. Sabes que averigüé si arriba están haciendo algo y sí, están remodelando. Seguro que esos eran los ruidos, alguna madera que se cayó o algo así. ‒ me contó, como quien no quiere la cosa.
Un poco más tranquila y consciente de que había tenido una pesadilla horrible, esa noche dormí como un angelito. Los auriculares no fueron necesarios y me desperté al otro día sin siquiera usar la alarma del celular. Desayuné y bajé al garaje a buscar la bici. En el camino no pude dejar de notar que en el cesto de basura común del edificio había una enorme tela roja que sobresalía por debajo de la tapa. Me acerqué con curiosidad y abrí el contenedor. Abrí grandes los ojos y la respiración se me detuvo por un instante. Allí estaba, el cuadro de mi sueño, cubierto en satén y con el marco partido en mil pedazos.
Silvana Girardi
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